Junio Pandémico: las paradojas del hambre en el Chile neoliberal

En el acontecer de la primera crisis pandémica del siglo XXI, el hambre emerge del subsuelo político del Chile neoliberal y se toma la agenda del espectáculo televisivo y la demagogia de la política partidista. El gobierno del Estado empresarial chileno, anuncia una “caja de alimentos” que subsanará el hambre por 15 días, sin embargo, el primer día se evidencia que las cajas no alcanzan. En ese escenario se presenta la mano filantrópica del poder empresarial; mientras el magnate agroindustrial Juan Sutil, líder de la CPC, anuncia la cruzada SiEmpre por Chile[1], Fundación Luksic dona 35 mil cajas de alimentos[2]. La mediática donación del clan Luksic, grupo económico que ostenta una fortuna de 13 mil 700 millones de dólares, ‘saca de pantalla’ las desesperadas protestas de lxs hambrientxs, que desbordan los cercos represivos del aislamiento social.

El estratégico gesto del clan Luksic, que les genera reconocimiento y, por supuesto, disminución de su carga impositiva, nos remite a la memoria larga de la caridad empresarial. Con más de un siglo de diferencia, Iris Fontbona[3] (matriarca del grupo Luksic) actualiza el legado de Isidora Goyenechea[4], rostro filantrópico de la elite empresarial chilena que por siglos ha explotado pueblos y territorios. Como antes lo hizo doña Isidora, hoy son los Luksic, encabezados por doña Iris, quienes asumen la tarea mesiánica de invisibilizar con ‘donaciones’ la violenta desigualdad estructural que sostiene el éxito de sus negocios. Paradójicamente, las empresas que nos ofrecen caridad, son las mismas que nos empobrecen y reprimen; y que hoy proyectan nuevas inversiones aprovechando el miedo a la postpandemia. Sin embargo, esta ‘empatía empresarial’, no es la única paradoja que las protestas por el hambre han evidenciado en el Chile neoliberal.

La paradoja extractivista: Abundancia para el empresariado /escasez para los pueblos

La paradoja extractivista nos remite a las dinámicas de saqueo de los territorios de Abya Yala, representados como una fuente de riquezas infinitas e inagotables; en este imaginario de tierras generosas no habría posibilidad de padecer hambre, no obstante, la acumulación de dicha abundancia en pocas manos genera despojo, explotación, miseria y hambruna. Esta matriz de poder se explica en el encuentro virtuoso de la “estructura colonial” y la “estructura de clases”, lo que determina más allá de la “coyuntura pandémica” la situación de dependencia y explotación de los territorios de la región chilena y otros en Abya Yala.

El despojo y la devastación territorial no pueden disociarse de la explotación humana. El dominio de la naturaleza y el ser humano sostienen la explotación capitalista. Hoy el hambre en los territorios de la región chilena no sólo se debe a la pandemia, se debe principalmente al proyecto de sociedad neoliberal impuesto durante la Dictadura Militar y profundizado por los gobiernos que heredan dicho horizonte civilizatorio. En la instauración del dicho orden social las políticas de ajuste estructural constituyen una territorialidad neoliberal orientada al extractivismo y, por ende, a la acumulación capitalista, no a la reproducción de la vida.

El establecimiento de regímenes extractivistas, donde los bienes como la tierra, el agua, los minerales y el material genético, prácticas como la pesca y agricultura, y también la educación, el trabajo, la seguridad social y la salud, entre otros, se convierten en recursos económicos, permite echar a andar una maquinaria de reconversión productiva bajo la promesa de progreso y desarrollo. Los territorios son reducidos a economías de enclave al servicio de la acumulación capitalista, al servicio de la agroindustria, la megaminería, las forestales, la pesca industrial y la generación de energía. Sectores productivos donde están puestos los capitales de las familias (family office) o grupos empresariales como Luksic, Angelini, Sutil, Cortés Solari, Matte o Paulmann, quienes conforman el ‘Poder constituido’ del Chile neoliberal.

En lo concreto, siguiendo el caso de la familia Luksic, nos preguntamos ¿Qué constituye su poder y sus riquezas? La respuesta no puede disociarse de la colonización de la naturaleza a través del extractivismo y la explotación de grupos subalternizados, lxs ‘pobres del campo y la ciudad’. En términos materiales, la familia Luksic inició su acumulación de riquezas con la colonización minera del desierto de Atacama[5] y, consecuentemente, la explotación de los pueblos que ahí habitaban;  estrategia colonizadora que hoy actualizan en territorios del Choapa a través de  “Minera Pelambres”, y su red de fundaciones sociales.

La invisibilización de la paradoja extractivista no opera por simple ‘negación’, sino que invirtiendo el sistema de valorización del empresariado. Si bien el empresariado acumula el excedente obtenido de la explotación de la naturaleza y de la fuerza de trabajo, revierte este rol a través de estrategias de ingeniería social y prácticas de responsabilidad social empresarial. Se trata de un empresario, “pero un empresario que da, que comparte lo que tiene”, logrando evitar que el hambre de lxs pobres comience a oler sus riquezas de cifras impronunciables, y la caridad o la filantropía ya no puedan impedir la demanda política de justicia.

La paradoja de la seguridad alimenticia: Éxito global/precariedad local

La territorialidad neoliberal reproduce el discurso hegemónico de que se produce alimentos en serie para evitar el “hambre” en un mundo que crece en términos de población. Sin embargo, gran parte de lo que se exporta está dirigido a países ‘desarrollados’ y no precisamente a los mercados de países con altos índices de hambre o desnutrición, mientras para el consumo interno queda aquello que los criterios de ‘fina selección’ han descartado. La paradoja es producir alimentos como mercancías para combatir el “hambre” y a su vez, generar “hambre” en los territorios donde éstos se cultivan y explotan. Así, en territorios donde se cultivan toneladas de fruta, granos, cereales, etc., el despojo y devastación de los ecosistemas y las dinámicas culturales tradicionales, impactan las dietas de poblaciones precarizadas, obligadas a alimentarse con sopas Maggi y/o Maruchan. En este contexto, la devastación territorial también precariza la salud, sólo basta revisar las cifras de diabetes, hipertensión y cáncer gástrico, de las últimas décadas en el país. Un punto que debemos cuestionarnos es hasta qué punto la agroindustria nos ha colonizado el gusto, instalándonos el deseo por las “dietas” del poder, por ejemplo, preferimos una hamburguesa (incluso en versión de soya transgénica) en lugar del cochayuyo, el luche, el chicharo o el poroto.

En este contexto, en los territorios del norte semiárido se vive hace más de treinta años la invasión del monocultivo de uvas, cítricos, paltas, etc., que desplazan la reproducción de una agricultura tradicional y diversa, ya que el monocultivo concentra la tierra y el agua; y a la vez, introduce nuevas dinámicas productivas a través del uso de transgénicos y agrotóxicos, generando importantes cambios a nivel ecosistémico. Este proyecto de “reconversión productiva” obedece a una visión neoliberal muy difundida en los círculos de negocios: “La inversión privada tiene que estar acompañada de políticas públicas eficientes”, visión sintetizada en la formula tecnócrata de “Inversión en Investigación+ Desarrollo+ innovación (I+D+i)”. Entonces no podría entenderse el avance del monocultivo, los transgénicos y los agrotóxicos sin la política de “Chile Potencia Agroalimentaria y Forestal”, que comenzó a constituirse el año 2006, a través de alianzas público-privadas, que operan al amparo de ODEPA, INIA, INDAP, CNR, FIA, CIREN, CONAF, FUCOA, CORFO, PROCHILE, etc. y los centros de estudios e investigación de las universidades financiadas por las empresas ligadas al negocio agrícola y alimentario.

Bajo este sistema, observamos que muchas de las semillas que se reproducían comunitariamente han disminuido y otras prácticamente se encuentran extintas. A pesar de ello existe un Banco Base de Semillas de INIA, es decir, un centro de conservación de material genético, que posee alrededor de 50 mil muestras. Más allá del valor que algunos sectores académicos, ecologistas y/o inversionistas puedan atribuir a estas iniciativas, es importante asumir que si las prácticas culturales asociadas a las semillas permanecen vivas no habría que conservarlas, menos aún en un “banco”; ahora si el objetivo es evitar que desaparezcan lo que tiene que dejar de existir son las prácticas de bioexterminio que produce el monocultivo, los transgénicos y los agrotóxicos. Lo que tiene que desaparecer son las fábricas de semillas de Bayer-Monsanto en Paine y en Viluco, y en toda Abya Yala.

El mismo repertorio de sobreexplotación, reconversión productiva y precariedad alimenticia, se repite en los territorios costeros, donde la movilidad en torno al borde costero es cercada por la regionalización y sectorización de las actividades de pesca. Ya no se puede transitar o mover de un lugar a otro para garantizar cierto equilibrio ecológico y proveerse de alimento, por ejemplo: dejar descansar las áreas de desove, las que hoy son devastadas por la explotación de la pesca industrial y su método de arrastre. Hoy la actividad está institucionalizada y las garantías estatales se enfocan en proteger el negocio de la pesca industrial más que la continuidad y pertinencia territorial de la red de actividades y prácticas que se articulan en torno a la pesca artesanal, cercada por “áreas de manejo”, y un sin número de leyes. Toda una burocracia corrupta que despoja a las familias y comunidades de pescadores de las posibilidades de autonomía y autogobiernos de sus bienes comunitarios.

La paradoja del abastecimiento: exportar alimentos sanos / consumir sucedáneos transnacionales.

En la lógica de la territorialidad neoliberal se acentúa la disociación de las ciudades de las cuencas y se convierten en “archipiélagos urbanos”, dependiente del comercio de productos importados. Hoy las poblaciones más empobrecidas de las ciudades no se alimentan de los valles ni de las costas, desconocen las dinámicas de ríos, quebradas y esteros que nutren los cultivos que pueden encontrar en las ferias agropecuarias de las urbes. Más terrible aún, en la ciudad, se fomenta una mirada de la Cordillera de los Andes como atractivo paisajístico y no como un reservorio de agua fundamental para la reproducción de la vida. Los caudales en las ciudades están entubados, no se ven ni sienten su lugar en los paisajes hídricos. La alimentación se hace dependiente del supermercado y por tanto los tiempos agrícolas y los tiempos de la mar se desconocen o se abandonan. Esta territorialidad neoliberal es cultivo del hambre que hoy devela la pandemia. El hambre se debe a políticas de despojo de la autonomía alimentaria de los pueblos.

Desde la tecnocracia estatal y el gerenciamiento privado se asume que el modelo de desarrollo neoliberal ha permitido que Chile sea una potencia agroalimentaria a nivel mundial. Seguramente, desde sus oficinas capitalinas y encuentros en Casa Piedra, pueden señalar que el año 2018 se exportaron 2,94 millones de toneladas de fruta fresca, equivalentes a $5.700 millones de dólares, lo que ubica a Chile como líder en exportaciones de uvas, cerezas, arándanos, y ciruelas en el segmento de las frutas frescas (ODEPA, 2020)[6]. Sin embargo, en el actual contexto de hambruna pandémica, habría que preguntarles dónde estaba la fruta fresca en los ‘kit o cajas de alimentos’ entregadas por el Gobierno empresarial de Piñera, la CPC o la generosa donación del Grupo Luksic. Entre el jurel enlatado, el arroz importado de Carozzi y el puré de papas deshidratada (Maggi de Nestlé) no se ve ni una mínima posibilidad de acercarse a la abundancia alimentaria exportable de la clase empresarial chilena. Incluso sería importante cuestionarse la ausencia, en la llamada irónicamente ‘cajita feliz’, de los alimentos producidos por lxs usuarixs INDAP, a quienes se les “fomenta” su actividad como patrimonio de la agricultura del país, mientras son encadenadxs a redes transnacionales de insumos y comercialización, que termina profundizando sus condiciones de desigualdad y dependencia.

La respuesta es que la potencia agroalimentaria está en mercados globales, pero ausente en los territorios despojados de agua, así como está ausente de las economías locales y sus ferias agropecuarias. En esos lugares, donde se mueven las dinámicas de “coleras y coleros’, metafóricamente el hambre está en la cola, en un lugar invisibilizado y distante de las “cadenas de valor” del mercado alimentario global. Aquí es importante hacer notar que lo global se entiende como una “ficción especulativa” del mercado financiero, es decir, la comida no se come, sólo es un sucedáneo que alimenta valores de compra y venta.

Las paradojas del hambre aquí esbozadas tienen por objetivo fertilizar los debates críticos en torno a la actual crisis civilizatoria y el capitalismo pandémico. La actual crisis se transforma en un momento muy fértil para preguntarnos, por ejemplo: Cómo se sostiene la riqueza en la región chilena, y a su vez quienes tienen responsabilidades en la devastación territorial y asimismo en la precariedad y el hambre. Por supuesto, también es importante preguntarse si la experiencia que estamos viviendo ha permitido destituir en nosotrxs mismxs al ‘sujeto del consumo’, aquel que no logra pensar en los territorios como espacios vitales para la reproducción de la comida y la vida, y para quien el hambre está imbricada en cadenas alimentarias como una mercancía. Finalmente, de lo que se trata es de si podemos destituir a quienes reproducen las políticas público-privadas que han devastado territorialidades indígenas, populares y/o subalternas, negándoles su potencial de existencia, aunque muy a pesar de ello, éstas aún resisten de cordillera a mar.

Lorena Bugueño

Colectivo El Kintral

Norte semiárido, tierras bajo control del Estado chileno

Junio de 2020

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Recibido el 9 de junio del 2020